
Mursiya, año 1165. En el seno de una familia acomodada vinculada al emir Ibn Mardanis nace Muhyiddin Muhammad Ibn al-Arabi. Muchas son las voces que aclaman a este poeta y pensador como a una de las grandes figuras del sufismo. Su pensamiento más filosófico trasciende de la propia religión hacia una contemplación que ha llegado a considerarse como un puente entre el pensamiento de Oriente y Occidente al servicio de la tolerancia y el respeto mutuo.

Este pensador de fama mundial y de indiscutible importancia en el mundo islámico nació en aquella Murcia gobernada por Ibn Mardanis, más comúnmente conocido en las fuentes cristianas como Rey Lobo. Entre 1147 y 1172 la ciudad de Murcia se convertiría en capital de un amplio emirato con una fuerte vocación mediterránea bajo la soberanía del califato abbasí de Bagdad. Durante el gobierno de este emir se produjo un fuerte desarrollo cultural en la ciudad de Murcia gracias al gran número de intelectuales andalusíes que en ella se congregaron ante al avance cristiano y almohade.
Pese a la gran extensión territorial de este emirato, en estos momentos se produce la llegada del ejército almohade a al-Andalus, estando situado el estado mardanisí en una triple frontera con los principales estados peninsulares del momento. Ante esta disyuntiva, Ibn Mardanis tuvo que pactar con los reinos cristianos para poder hacer frente a su lucha antialmohade.
En este contexto nació Ibn Arabi en una familia vinculada a la corte mardanisí. Esta se trasladó en 1172 a Sevilla para servir en la administración del soberano almohade Abu Yaqub Yusuf tras la muerte de Ibn Mardanis y la caída de su emirato. Así, con tan solo siete años, llegaba Ibn Arabi al centro cultural, político y económico del imperio almohade en la Península Ibérica, ciudad donde se formó en materias como jurisprudencia, gramática o teología.
Sin embargo, cuando rondaba los quince años, una revelación espiritual le guió hacia una vida contemplativa marcada por el sufismo. Viviría en Sevilla hasta los treinta años, nutriéndose del pensamiento de muchos eruditos y maestros como Abu Ya’far al-Uryani, Yasmina de Marchena o Fátima de Córdoba. Su formación en el sufismo, la corriente más esotérica del Islam, le marcaría el camino en su búsqueda de la divinidad y el estudio de los métodos para llegar hasta ella, es decir, el camino hacia el conocimiento.

Es por ello que abordar la figura de Ibn Arabi es hablar de un ser en constante movimiento. No solo por su incasable búsqueda del conocimiento espiritual en su vida contemplativa, sino por los numerosos viajes y peregrinaciones que realizó a lo largo y ancho del mundo islámico.
En 1193 Ibn Arabi emprendió su primer viaje por el Norte de África para conocer en Túnez al maestro sufí ‘Abd al-’Aziz al-Mahdawi, visitando en compañía de su padre ciudades como Ceuta, Bujía y Tremecén. Tras fallecer su padre un año después, Ibn Arabi se encargó de sus dos hermanas hasta que estas se casaron en Fez.
Antes de viajar a La Meca, Ibn Arabi recorrió al-Ándalus en 1199 visitando ciudades como Algeciras, Ronda, Sevilla, Córdoba, Granada, Murcia y Almería. Mientras que en Córdoba conoció en persona al célebre Averroes, en su ciudad natal visitó a su amigo Ibn Saydabún.
En 1200, tras visitar Salé y unirse a Muhammad al-Hassar en Marrakech, se dirige a Oriente junto a Badr al-Habassi. Visitan Bujía, Túnez, Trípoli, Alejandría y El Cairo, siendo en esta última ciudad donde fallecería al-Hassar. Posteriormente pasarían por Gaza, Hebrón, Jerusalén y Medina hasta llegar a La Meca en agosto de 1202. Será en esta ciudad donde permanecerá dos años hasta casarse con Maryam y Fátima, siendo esta segunda la madre de su primer hijo.
A partir de 1204 retoma sus largos viajes para visitar Jerusalén, Bagdad y Mosul. A continuación visita Anatolia, concretamente las ciudades de Malatya y Konya. En esta última será invitado por el rey Kayjusraw I y entablará una estrecha relación con el hijo del monarca. Después visita Hebrón, Damasco, El Cairo, Alejandría y La Meca.

Entre 1208 y 1209 se asienta en Alepo y desde allí viaja a ciudades de Anatolia como Konya, Sivas y Malatya, volviendo a visitar ciudades como Bagdad y La Meca. Desde esta última iniciaría otro viaje en 1216 hacia Anatolia y Alepo.
En la ciudad de Malatya se casa con la mujer de su amigo Yusuf al-Rumi recientemente fallecido, haciéndose cargo de su hijo Sadr al-Din al-Qunawi. Este sería a la postre su discípulo y uno de los mayores difusores de su obra. Después de nacer su segundo hijo y morir su compañero de viaje al-Habassi en 1221, Ibn Arabi decide establecerse definitivamente en Damasco en 1223, lugar donde enseña sufismo bajo el amparo de la familia de los Banu Zaki.
En estos viajes, Ibn Arabi daba lecciones y realizaba lecturas a sus discípulos al tiempo que conocía a nuevos maestros y descubría el pensamiento que emanaba de estos. Muchos ven en esta libertad personal que experimentó el maestro a lo largo de su vida los cimientos de su pensamiento religioso.
Es por ello que sus obras nos narran las diferentes etapas de su viaje vital. Aunque solo se conserven un tercio de las mismas, Ibn Arabi llegó a escribir más de trescientas obras, entre las cuales destacan tres: Fusûs al-hikam (“Los engarces de la sabiduría”), en la que cada uno de sus capítulos está dedicado a un profeta, su conocimiento y su significado espiritual; Al-Futûhât al-makkiyya (“Las iluminaciones de La Meca”), una recopilación de conocimientos de materias tan variopintas como metafísica, cosmología, antropología espiritual o psicología; y Taryumân al-ashwâq (“El intérprete de los deseos”), conjunto de poesías amorosas fruto del encuentro del maestro con Nizam, la hija del erudito Isfahán.

Para Ibn Arabi, Dios es un ser absoluto fuente de todas las criaturas del universo, y cree que para conocerle hace falta un encuentro interiorizado e íntimo con él. De hecho, según el propio Ibn Arabi, su obra no son más que destellos de inspiración divina que él expresaba en papel tras las revelaciones que vivía. En sus propias palabras, él no era más que un intérprete, es decir, “un traductor del más ardiente anhelo divino y un heredero de la sabiduría profética”.
Además, su pensamiento dejaba la puerta abierta al diálogo entre las diferentes creencias y culturas al considerar que cada persona elige su camino íntimo para conocer a Dios, y que este puede ser hallado en cualquier forma o creencia. Buen ejemplo de su pensamiento queda reflejado en estas palabras:
“El color del agua es el color de su recipiente. Por eso hay que reconocer a Dios en toda creencia, en toda forma y en todo objeto de fe”
En vez de defender el concepto de combatir al infiel, Ibn Arabi propone la mediación del diálogo, siendo uno de los mejores ejemplos de la visión abierta e integradora del sufismo al aceptar todas las creencias como diferentes formas de llegar a un único Dios. Para comprender su defensa de la convivencia y respeto entre culturas no hay mejor ejemplo que esta recurrida cita:
“Mi corazón acepta todas las creencias. Prado es para las gacelas y convento para el monje, templo para ídolos, Kabila para peregrinos, tablas de Torá y libro de Corán. Profeso la religión del amor doquiera cabalguen sus monturas, pues el amor es mi sola religión y mi fe”
Ibn Arabi fallece en Damasco en 1240 a los 75 años de edad. Fue enterrado en un mausoleo en torno al cual el sultán Selim II ordenó construir una mezquita de estilo otomano en el siglo XVI a la cual peregrinarían personas de diferentes partes del mundo para venerar el cuerpo del conocido como “El más grande de los maestros”.
Sus obras tuvieron una gran influencia entre las élites islámicas y en numerosas escuelas sufíes, propagándose oralmente gran parte de su obra a través de la poesía popular. Con su muerte su obra se difundió velozmente gracias a uno de sus discípulos más afines, Sadr al-Din al-Qunawi, ya que el maestro le legó su colección de libros y este la difundió en árabe y persa.

Aunque Ibn Arabi gozó de fama reconocida en la cultura islámica, en el cristianismo occidental no sería reconocida su obra en profundidad hasta largo tiempo después en torno a la década de los 70 del siglo pasado. Este hecho no debería extrañarnos si somos conscientes que su primera obra traducida al inglés, “El intérprete de los deseos”, no llegó a publicarse hasta 1911.
Sin embargo, muchos estudiosos consideran que la obra de Ibn Arabi influyó en místicos occidentales como San Juan de la Cruz, Ramón Llull o Santa Teresa de Jesús. Incluso, según Miguel Asín Palacios, Dante se habría inspirado en las obras de Ibn Arabi y otras fuentes árabes a la hora de dar forma a la “Divina Comedia”. Además, el pensamiento sufista fue importante en el desarrollo del romanticismo europeo de los siglos XVIII y XIX.
Actualmente el pensamiento de Ibn Arabi traspasa las fronteras del mundo islámico y despierta gran interés a lo largo y ancho del globo, siendo la Sociedad de Muhyiddin Ibn Arabi una de sus mejores embajadoras. Sus más de 300 obras, su viaje vital de 90.000 km de recorrido y su mensaje conciliador lo han convertido en uno de los personajes históricos de la Edad Media más influyentes del pensamiento universal.
Sin embargo, su ciudad natal sigue teniendo una deuda pendiente con uno de sus hijos más ilustres. Escasos son los homenajes que tenemos en la ciudad de Murcia al pensador andalusí que se ganó desde Algeciras a Estambul el sobrenombre de “Vivificador de la Religión”. Es por tanto un deber de nuestra sociedad dignificar su figura y lograr al fin que Ibn Arabi sea profeta en su tierra.

Bibliografía|
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